Cádiz, 1991. La imagen de Camarón proyectada sobre el espejo del camerino. Foto Los fardos |
No está muy claro cuándo y cómo el mito anida en uno. En qué momento los hilos invisibles de la emoción empiezan a horadar tripas y cuándo y de qué forma la música comienza a proporcionarte un bienestar que nunca serás capaz de devolverle. Lo cierto es que las emociones vienen para quedarse. No avisan. Se instalan. Se arrellanan cómodas en un rincón invisible de tu personalidad y, compatibles con otros lenguajes musicales diferentes (incluso de idiomas que no alcanzas a comprender, salvo el musical, que es una suerte de esperanto), sus notas y ritmos te acarician el alma.
Asocias canciones a momentos vividos, como las viejas fragancias que los cajones de la memoria esparcen al ser abiertos, y un olor, a orilla y algas de arribazón, es capaz de fijar en tu cerebro la imagen justa de tu infancia en la que un día de clase gris exploraste lo prohibido: el viejo acantilado de arcilla y piedra ostionera, con un yodo que la espuma esparcía mezclada con el viento. Y había música en las olas rompientes, rociando notas que la mente reproducía. Faltaba que el tiempo armonizara aquellos sutiles acordes de la naturaleza.
El tocadiscos gris presidía en el centro la única mesilla de noche que dividía ambas camas a cada lado de la habitación prohibida. Camas de hermanos mayores, de tubo de hierro ribeteado y somieres chirriantes. Cuarto de acceso restringido. Territorio vedado. Territorio clandestino. Sólo la música podía servir de visado. Solamente la afinidad musical era capaz de conciliar las disputas cainitas. El mero hecho de compartir héroes sonoros rebajaba las estrictas exigencias fronterizas que el dintel de la puerta establecía, en aquellas normas soberanas de dormitorio: permisos de entrada, por mor de gustos musicales. Aquel cuarto tenía una acusada personalidad: pósters de ADENA amarillos ocultaban pequeños huecos que quedaban de pintura azul, desvaída, de mala calidad. Tocabas la pared y un añil intenso de polvo de tiza de color se quedaba impregnado en tu dedo índice, como cuando se estampaba la huella digital en las comisarías de la Transición. Culebras y ratones diseccionados en formol dentro de frascos de cristal de todos los tamaños, coronaban en alto un viejo armario de cuatro patas, en cuyos fondos se escondió aquella cría de gata gris, atigrada, preciosa y agresiva, que la paciente matriarca devolvió inmediatamente al polvoriento callejón del Cementerio, su lugar de origen. Aquel armario, repleto de libros antiguos y singularidades, albergaba: minerales rarísimos; conchas exóticas, esqueletos de bichos de todo género y condición. Pieles disecadas; una enorme y dura bola de papel Albal y un omnipresente olor sulfhídrico a laboratorio, que la lejía de doña Encarna y las ventanas abiertas, orientadas a levante, no eran capaces de orear.
Singles —ninguno comprado: "en casa de viuda: discos prestados"— esparcidos encima de una cama desecha, sobre la colcha de hilo: The Beatles, Deep Purple, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Bob Dylan, Cat Stevens, Pink Floyd, Joe Cocker, Simon & Garfunkel, Santana, Creedence Clearwater Revival... y la humareda densa de Ducados y Celtas (sin boquillas) inundaba la estancia. El picú giraba y la música elevaba el espíritu, haciendo de aquella alcoba el epicentro luminoso de toda una vida por venir.
Camarón —el flamenco en general— se incorporó algo más tarde a mi universo particular. Llegó al poco tiempo de aquel cosmos hippy, contracultural y pacifista, que servidor respiraba, por mor de hermanos mayores, los cuales, en avanzadilla, trazaban sendas de tendencias e ilusión; un firmamento calidoscópico de largas greñas, pies descalzos, paz y psicodelia, cimentado todo sobre un gran respeto por la naturaleza y la biodiversidad —no en balde, los dos mayores cursaron carreras de ciencias puras, siendo aún más bichero el segundo que el primero, que hizo biología—. Digamos que los melismas de José, templando el metal de su cante, como su padre Luis templó alcayatas en la fragua de la calle Orlando, llegaron después del yeyeísmo Beatle y su enorme consecuencia en el pop mundial; pero superó —complementó, sería más correcto— todas las propuestas anglosajonas. Descubrí que había otra orilla musical, propia, fresca e igual de fantástica que la rockera; un mundo nuevo; un nuevo mundo, que el caballo blanco y negro del día y de la noche atravesaba a galope por las sendas de las piezas de estero del salinar de Cádiz y sus Puertos, uno de cuyos puertos de mar es Real y asienta su real carenero y es Isla de León.
Una cinta cassette de expositores de gasolinera, con una etiqueta de color verde en su interior y una fotografía doble, anunciaba en la portada del estuche un mano a mano, como si se tratase de un pugilato boxístico de barrio: Camarón y El Lebrijano. Juan Peña El Lebrijano gozaba de una voz sobrecogedora, muy potente y diáfana y hacía en aquella cinta la mejor versión buleaera que servidor haya oído de La Tarara (incluida la posterior camaronera de La Leyenda del Tiempo). Camarón desplegaba su dominio por bulerías, e iba por la calle abajo y cuando miraba pa´rriba, subir le costaba trabajo. He ahí el Big Bang. El principio del todo. El Génesis a las puertas del arte flamenco; desde el "observatorio" de mi perspectiva, claro está. El universo camaronero en expansión que crecía como un agujero negro, y que los astrofísicos melómanos no alcanzaban a comprender su dimensión. El poeta Carlos Lencero lo intuyó y lo retrató bien bonito. Certero, como un dardo:
Y ahora va a cantar José,
plata de luna en Los Puertos
y oro de vino en Jerez.
Temblando entre las estrellas
la voz de Camarón viene
y el corazón de la tierra
la sostiene.
La voz de Camarón era un prodigio de afinación. Lo decía, absolutamente convencido, Paco de Lucía, que lo conoció mejor que nadie y que de armónicos, notas y registros tonales, sabía un rato largo. El gitanito de la calle Carmen, además de su insólita afinación, tenía un metrónomo en la barriga que la naturaleza le había regalado, como la plata de luna (en los Puertos) y el oro de vino (en Jerez) que engastaban el precioso diamante de su voz y que le hacía ganar porfías en Abbey Road a las claquetas prusianas de los ingenieros de sonido, en presencia de la Royal Philharmonic Orchestra. Veamos un ejemplo. Las bulerías que siguen son inéditas. José está en un estudio con los cascos puestos oyendo las guitarras, verticales y veloces, de Paco y Tomate, con las palmas de Antonio Humanes y Pepe de Lucía. Se escucha hasta su respiración. Se "oyen" hasta sus silencios, llegado el caso de que éstos suenen.
Camarón canta con la misma naturalidad que respira y ve. Llega un punto en el cual, para no forzar la voz (1: 22) baja una octava el tono y canta aliviado, implorándole a la luna: "Quédate conmigo y no te vayas". Me maravilla el descenso de esa octava; ¡la octava maravilla!, porque muestra su lado humano, perecedero y frágil, y el control de las tonalidades, aunque en cualquier momento asciende (lo hace en el minuto 1: 54) para decir que "No me aprietes más la llaga que tengo en mi corazón". Prosigue el descenso (2: 15) "Yo pienso en aquella tarde" para retornar arriba y regresar a la octava maravilla (3: 02): "Sólo mirarte a los ojos, sé si es mentira o verdad", preciosa estrofa que no formará parte de la grabación original que, bajo el título de Ná es eterno, vuelve José a aliviarse (3: 42) en los acrobáticos melismas de su 'ná' para concluir.
Ná es eterno, José. Cierto. ¡Salvo tú!
Viajemos por el agujero de la leyenda del tiempo hasta situarnos en julio de 1991. La Peña Juanito Villar, emblemática, tenía mucho contacto con José. No en vano, su titular, Juanito Villar, entroncado, por línea materna, con La Perla de Cádiz y con la familia de Camarón, a través de dos dinastías flamencas: los Jiménez de Cádiz y los Monje de La Isla, guardaba mil y una vivencias en aquel Madrid de los años 70 que compartió con el de Las Callejuelas, entre juergas interminables y partidas de billar. Billar con Villar. Hasta el alba. José iba a buscar a Juanito en Los Canasteros de Manolo Caracol, cuando acababa, para llevárselo de juerga y mangarle algunos detallitos literarios por bulerías de Alfonso del Gaspar. Camarón, por otra parte, mantenía muchos lazos con la peña, con el barrio y con Cádiz, en general. Infinidad de veces paraba en casa de Luis el Telaraña, con Juanito Villar, su hermano El Pijote, El Maera y otros muchos, en interminables partidas de billar.
Camarón concursando de niño en La Cueva del Pájaro Azul. Cádiz |
Camarón de niño con el toque de Miguel Borrul, ante el micrófono de Radio Cádiz |
Camarón con Eugenio Salas "El Niño de los Rizos" |
Camarón, El Cojo Peroche y Paco Cepero |
"¡Acuérdate de Cái y cantamos algo del Cojo Peroche!", se oye la voz del Yeyé de Cádiz, que acompaña en esta grabación por bulerías a Camarón, remedando la media lengua y los aires desenfadados del Cojo Peroche:
Ya está el pájaro verde
puesto en la esquina,
esperando que pase,
rondín, rondando
la golondrina (bis)
Aparte, claro está, que una notable proporción de la trayectoria artística de Camarón está impregnada de Cádiz y su Bahía, no sólo de Aurelio, La Perla, El Cojo Peroche y otros muchos, sino desde su mismo debut, siendo un niño, en el Concurso de la Cueva del Pájaro Azul, de Radio Cádiz, Cadena SER, con el toque de Miguel Borrul de Cádiz, y el posterior acompañamiento de dos tocaores: Juan Doblones y El Niño de los Rizos, antes de su posterior etapa en Málaga con Miguel de los Reyes y de su ulterior período en Madrid.
Si bien su obra fue amplia y el isleño bebió de muchas fuentes maestras y de otros territorios flamencos (Jerez, Triana, Málaga, Alcalá, Extremadura...), así como de otros espejos personales (Chacón, Caracol, Manuel Molina, El Gloria, Lacherna, El Rubio, de la Calzá, Juan el Camas...), su obra está claramente impregnada de Cádiz y Los Puertos, tanto en su vertiente rítmica, como estilística y en su repertorio literario, mediante sus grandes intérpretes y enmarcada en su comarca de origen: por alegrías y todo tipo de cantiñas; por tangos y bulerías en la práctica totalidad de su discografía:
Con los aires de seguiriyas cortas de Cádiz y La Isla (LP Detrás del tuyo se va); el fandango de Magandé (LP El espejo en que te miras); fandango de El Niño de Barbate (LP El espejo en que te miras); la malagueña del Mellizo (LP Caminito de Totana); la soleá de Cádiz (LP Soy caminante y LP Castillo de arena); los tientos del Mellizo (LP Rosa María); tientos gaditanos (LP Castillo de arena); Bulerías de Cádiz (LP Calle Real); Soleá del Mellizo (LP Te lo dice Camarón)...
El interesado, puede consultar la mejor guía de audición de su obra que se haya escrito nunca: el mejor estudio musicológico hecho sobre la obra camaronera, a cargo de José Manuel Gamboa y Faustino Núñez, la cual recomendamos encarecidamente. (1)
Primavera de 1991. El presidente de la Peña Juanito Villar era, Ruperto Castro y su socio más carismático y relaciones públicas de la entidad —que a todos los medios de comunicación nos trataba de maravilla— Pepe Suazo. Ambos, puestos al habla con su representante catalán, el caché artístico de Camarón de la Isla quedó establecido. El manager que, a la sazón, administraba los jurdeles de las actuaciones de Camarón, fue bien clarito... como la estrella de la mañana; como el agua clara que baja del monte:
—¡Un millón de pesetas, limpio para él! En dinero "español" ¡¿eh?!, ¿D´acord? No en talones... (advirtió el catalán, cristalino como un manantial).
En los día previos al concierto, los directivos de la peña gaditana fueron a casa de Camarón. En su estancia humilde, José, siempre apegado a lo sencillo, degustaba un cafe con leche y galletas María. Le comunicaron a Chispa, su mujer, el extremo del contrato y le reservaron un palco para toda la familia Montoya con un buen surtido de marisco. Tomatito no pudo venir a Cádiz. Se encontraba inmerso en otro compromiso ineludible, fijado ya con mucha antelación. Camarón escogió para sustituirle a uno de los —entonces— tocaores más cotizados, por detrás del suyo y del genio de Algeciras, y con el cual José se entendía; y lo más importante: se encontraba a gusto: Moraíto Chico, que cobró, exactamente, 250.000 pesetas.
Gitanos y gitanas llegados de todos los puntos de Andalucía y del resto de España, más toda la gitanería de los alrededores de la Bahía gaditana, guardaban cola a la entrada del parque, todavía con la reja cerrada. Lucían sus mejores vestidos. Resplandecían sus más destacados corales rojo-bouganvilla, en zarcillos y collares. Caras muy guapas de pieles muy tostadas, por etnia y por estación estival. Bellísimos ojos oscuros, pintados con la raya de lápiz negro, profusamente perfilada, como antiguas egipcianas, egiptanas, gitanas. Cajas de dientes blanquísimos en contraste con cabellos oscuros, de negro cante del Romancero lorquiano. Ellos muy elegantes también: matas de romero, pañuelo asomado en bolsillo frontal y pañuelitos de lunares. Camisas de seda, con las mangas vueltas en chaquetas finas. Pelos negros ensortijados, peinados y dejados caer largos, como su gurú en rostros cobrizos de piel cetrina. Y oro, mucho oro en sus cuerpos de bronce: sellos protuberantes en manos muy curtidas. Bastones de rango y mascotas patriarcas. Y alegría, mucha alegría en los rostros para ver al Mesías. El culto empezaba a las 9 en punto y el resto del cartel era "pura homilía"; "ofrenda de relleno": sus primos querían la parte más importante de la sagrada liturgia: comulgar con su Dios, José Monge Cruz, Camarón de la Isla.
Había también infinidad de gachós y gachís en al aforo del teatro de verano y alrededores del Mentidero. Igual de entusiasmados, igual de elegantes para la ocasión e igual de entregados al rito litúrgico de José. Flamencos hasta las trancas, de los barrios de Santa María, La Viña y El Mentidero. Pocas ciudades como Cádiz despejaron la disquisición banal y la ridícula (pseudo) dicotomía, inventada, queriendo hacer distinciones de cante gitano o no gitano, una controversia decimonónica, a la que no se sustrajo Demófilo y otros coetáneos, pero que hoy se nos presenta obsoleta. Un Diccionario de voces jitanas explicó muy bien esa convivencia característica de los gitanos del barrio de Santa María, en el siglo XIX, alejada de la polémica pueril, que hacía inexistente la diferencia. Eso mismo que Chano Lobato, un siglo después, explicó mejor que nadie: "En Cádiz nunca ha habido diferencias de gitanos y gachés; aquí en el barrio éramos tos flamencos y a nadie se le pedía explicaciones ni se hacía distinción de ningún tipo."
El libro antes referido lo escribió Augusto Jiménez y fue editado en Sevilla, en el año 1846. (1) O sea, un año después de que el cantaor de Cádiz, Lázaro Quintana, (sobrino de El Planeta y de Luis Alonso) fuera a la Villa y Corte a cantar; hecho que quedó recogido en el periódico; siendo —hasta el momento presente— la primera vez que en la prensa periódica española aparece la palabra 'flamenco', refiriéndose de manera inequívoca al género, según hallazgo de Alberto Rodríguez Montemar:
"UN CANTANTE FLAMENCO. Hace pocos días que ha llegado a esta corte donde piensa residir algún tiempo, según nos han asegurado, el célebre cantante del género gitano, Lázaro Quintana. El nombre de este célebre 'quirrabaor', es generalmente apreciado entre los aficionados de Sevilla, Cádiz y el Puerto." (2)
Así describía el escritor decimonónico la inusual integración para la época, en el caso de Cádiz capital, y el roce de los gitanos con las familias "más decentes" (sic); siendo el autor del libro, fedatario de un rasgo diferenciador, respecto del resto de ciudades. Aun expresado con cierta carga de prejuicio, desde nuestra actual perspectiva, es un texto de gran valor antropológico:
"(...) En Cádiz es donde se diferencian de las demás provincias: particularmente cierta clase de ellos viste muy decentemente y se confunde con la aristocracia. Tienen algunas casas propias y establecimientos de carne; pues son los que trabajan en el matadero y espenden (sic) aquella. Hay muchos de color claro y se rozan con las familias más decentes: otros son marchantes de ganado, toreros, corredores de cuatropeas ó picadores de caballos, y la clase más indingente tienen fraguas ó esquilas. Ls mujeres venden el menudo de las reses en las tabernas, y otras fríen morcillas de sangre, que ellas hacen. Por último en esta ciudad y algunos pueblos de su provincia son los más civilizados y tienen mejor fortuna." (3)
Volvamos al Parque Genovés, al antiguo Teatro José María Pemán, la última noche que cantó Camarón en Cádiz. Servidor, se había hecho con una cámara fotográfica medio decente: una Nikon, pero cortito de buenas lentes y aún más cortito de conocimientos de fotografía. Mas me gustaba mucho revelar carretes en blanco y negro y disparar diapositivas de color. Compré un carrete Agfa de 36 diapositivas (de haberlo sabido, hubiera comprado cinco) y lo reservé, con la ilusión de colarme en el camerino de José y hacerle fotos "a tó lo que se movía". Tenía el pase de prensa que, obviamente, no daba acceso a su camerino, al que sólo entraba quien quisiera y dijera un señor de camisa estampada roja y blanca, que lucía un grueso cordón de oro sobre su pecho y que, a todas luces, hacía allí el papel incómodo de filtrar la entrada. ¡No se cortaba un pelo si tenía que pegarle un corte al más pintao, por más que el que llegase se creyera capitán general! Doy fe. Supe que se llamaba Luis, y supe que era de La Ardila, muy amigo de Gabi el de 'Los Tarantos', a quien yo sí conocía y por quien me sonaba su cara. ¡Objetivo: Luis! Ése era el hombre que tenía que camelarme. Ése mi objetivo, no el de la cámara. Mi única mira. El que cortaba el bacalao y el que decidía quién entraba a ver al mito y quién no.
Me postré al lado del camerino, dejándome ver, pero con la distancia suficiente y calculada para no molestar. Estaba, pero no estaba; sí, pero no; como un toque sutil de azafrán en el guiso, sin invadir nunca espacios y muy atento a todos los movimientos. Y expectante. Bajó a verle toda una cabalgata biodiversa de personas, personalidades, personajes y personajillos de toda clase, tipo, subtipo y condición social. Políticos que lo veían como un souvenir. Algunas pijas guapas, a punto de romperse, confiadas en que su belleza de "o sea", les iba a dar pasaporte directo como en las discotecas acostumbraban a conseguir (no entró ninguna, por más que lo intentaron). Muchos artistas, compañeros de fatigas, entraron a verle sin molestarlo, respetándole su espacio: Curro la Gamba, el marido de La Perla de Cádiz, que fue su gran maestra, llegando a acompañarle el matrimonio Perla & Curro en las palmas de alguna de sus grabaciones (bulerías del LP Caminito de Totana) y a la que José Monge adoraba, como así se lo reconoció cantándole por lo mucho que le debía:
El cante por bulerías
como lo decía La Perla
nadie lo dirá en la vía.
Las estrellas se asombraron
de ver de pasar una Perla,
morena, guapa y gitana,
que del cielo había llamao.
"(...) En Cádiz es donde se diferencian de las demás provincias: particularmente cierta clase de ellos viste muy decentemente y se confunde con la aristocracia. Tienen algunas casas propias y establecimientos de carne; pues son los que trabajan en el matadero y espenden (sic) aquella. Hay muchos de color claro y se rozan con las familias más decentes: otros son marchantes de ganado, toreros, corredores de cuatropeas ó picadores de caballos, y la clase más indingente tienen fraguas ó esquilas. Ls mujeres venden el menudo de las reses en las tabernas, y otras fríen morcillas de sangre, que ellas hacen. Por último en esta ciudad y algunos pueblos de su provincia son los más civilizados y tienen mejor fortuna." (3)
Volvamos al Parque Genovés, al antiguo Teatro José María Pemán, la última noche que cantó Camarón en Cádiz. Servidor, se había hecho con una cámara fotográfica medio decente: una Nikon, pero cortito de buenas lentes y aún más cortito de conocimientos de fotografía. Mas me gustaba mucho revelar carretes en blanco y negro y disparar diapositivas de color. Compré un carrete Agfa de 36 diapositivas (de haberlo sabido, hubiera comprado cinco) y lo reservé, con la ilusión de colarme en el camerino de José y hacerle fotos "a tó lo que se movía". Tenía el pase de prensa que, obviamente, no daba acceso a su camerino, al que sólo entraba quien quisiera y dijera un señor de camisa estampada roja y blanca, que lucía un grueso cordón de oro sobre su pecho y que, a todas luces, hacía allí el papel incómodo de filtrar la entrada. ¡No se cortaba un pelo si tenía que pegarle un corte al más pintao, por más que el que llegase se creyera capitán general! Doy fe. Supe que se llamaba Luis, y supe que era de La Ardila, muy amigo de Gabi el de 'Los Tarantos', a quien yo sí conocía y por quien me sonaba su cara. ¡Objetivo: Luis! Ése era el hombre que tenía que camelarme. Ése mi objetivo, no el de la cámara. Mi única mira. El que cortaba el bacalao y el que decidía quién entraba a ver al mito y quién no.
Me postré al lado del camerino, dejándome ver, pero con la distancia suficiente y calculada para no molestar. Estaba, pero no estaba; sí, pero no; como un toque sutil de azafrán en el guiso, sin invadir nunca espacios y muy atento a todos los movimientos. Y expectante. Bajó a verle toda una cabalgata biodiversa de personas, personalidades, personajes y personajillos de toda clase, tipo, subtipo y condición social. Políticos que lo veían como un souvenir. Algunas pijas guapas, a punto de romperse, confiadas en que su belleza de "o sea", les iba a dar pasaporte directo como en las discotecas acostumbraban a conseguir (no entró ninguna, por más que lo intentaron). Muchos artistas, compañeros de fatigas, entraron a verle sin molestarlo, respetándole su espacio: Curro la Gamba, el marido de La Perla de Cádiz, que fue su gran maestra, llegando a acompañarle el matrimonio Perla & Curro en las palmas de alguna de sus grabaciones (bulerías del LP Caminito de Totana) y a la que José Monge adoraba, como así se lo reconoció cantándole por lo mucho que le debía:
El cante por bulerías
como lo decía La Perla
nadie lo dirá en la vía.
Las estrellas se asombraron
de ver de pasar una Perla,
morena, guapa y gitana,
que del cielo había llamao.
La Perla y Camarón |
Dos generaciones distintas: La Perla de Cádiz y Camarón, ante un mismo guitarrista: Paco Cepero. Dos eslabones por bulerías en el que la cadena transmisora es evidente; incluso al oído inexperto. La Perla, con las palmas de su marido Curro la Gamba y Pepín Cabrales, hace en el vídeo los cantes de su madre, Rosa la Papera, hermana de Joseíco. Camarón los amplía, los incorpora a su acervo y los engrandece. La cadena es larga y engarza siglos de eslabones:
Santiago Donday |
Al camerino entró su admirado Santiago Donday, gitano excéntrico, imprevisible y desafiante, de trato especial; siguiriyero rancio, que luego improvisó unas bulerías en un camerino anexo. Su primo Juanito Villar, compañero de fatigas, tablaos y correrías. El Pinto, polifacético bailaor y cantaor, hermano de Pansequito... Moraíto se mostró muy respetuoso y lo dejó tranquilo; de hecho, afinó fuera del camerino, en presencia de Curro la Gamba y sólo entró para ponerse de acuerdo con los tonos. Accedieron al camerino, asimismo, los directivos de la Peña Juanito Villar que lo habían contratado. Y pocas personas más.
Después de haber entrado medio Cádiz y medio San Fernando, cesó la peregrinación, y habiendo ya empezado el espectáculo con el resto de cantaores, Luis, el hombre moreno de la camisa roja y blanca estampada; el que decidía quién sí y quién no entraba a ver a José, seguía impertérrito escoltando la puerta y me había mirado ya varias veces. Pero siempre le quité la vista, sin brusquedad gestual, con naturalidad, y nunca me dirigí a él. Sabía de sobra que me había endiquelao y que era muy largo y se había dado cuenta de mis intenciones con la cámara colgada desde el principio; y tuve la corazonada de que lo mejor —y así lo usé como estrategia— era esperar paciente a que me dijera algo, como cuando en la pesca de la urta se usa la técnica de "la espera" y el pescao "te entra". Como así fue. Aprovechó que había menos gente. Me miró y me dijo:
—¡¿Qué!? ¿Loco por entrar, no?
—¡Loco es poco! (le contesté)
—¡No te preocupes! Ahora te doy cuartel. Cuando te haga una seña, entra conmigo; yo le hablo antes y le digo que quieres echarle unas fotitos; pero no me lo agobies mucho, ¿¡vale, picha!?
Después de haber entrado medio Cádiz y medio San Fernando, cesó la peregrinación, y habiendo ya empezado el espectáculo con el resto de cantaores, Luis, el hombre moreno de la camisa roja y blanca estampada; el que decidía quién sí y quién no entraba a ver a José, seguía impertérrito escoltando la puerta y me había mirado ya varias veces. Pero siempre le quité la vista, sin brusquedad gestual, con naturalidad, y nunca me dirigí a él. Sabía de sobra que me había endiquelao y que era muy largo y se había dado cuenta de mis intenciones con la cámara colgada desde el principio; y tuve la corazonada de que lo mejor —y así lo usé como estrategia— era esperar paciente a que me dijera algo, como cuando en la pesca de la urta se usa la técnica de "la espera" y el pescao "te entra". Como así fue. Aprovechó que había menos gente. Me miró y me dijo:
—¡¿Qué!? ¿Loco por entrar, no?
—¡Loco es poco! (le contesté)
—¡No te preocupes! Ahora te doy cuartel. Cuando te haga una seña, entra conmigo; yo le hablo antes y le digo que quieres echarle unas fotitos; pero no me lo agobies mucho, ¿¡vale, picha!?
—¡Palabra, palabra!
El camerino era pequeño. Entró y le dijo: "¡José, mira, que éste es mi primo y se va a echá unas fotitos contigo en un momento!" Camarón me miró y asintió con la cabeza. Hacía dos años que lo había entrevistado y lo encontré algo desmejorado. Dentro estaba El Pitu, que entonces regentaba en La Viña una tasca-bar; también su cuñado, el hermano de La Chispa, junto a Luis, mi amable "benefactor", que se quedó dentro y que se dejó fotografiar. Había botellas de Casera, un termo sin abrir, dos botellas prácticamente vacías de JB, una botella de Coca-Cola casi acabada y un plato con mojama y fiambre. No había ningún olor aromático, delator de nada; si no, lo contaría aquí. Tan sólo un paquete de tabaco Winston de contrabando con el sellito azul (recuerdo ése detalle, pues era justo el que yo fumaba). Al fin y al cabo fue el cáncer de pulmón el causante de la enfermedad que provocó su muerte, no su anterior coqueteo con la cocaína y la heroína, al decir del doctor Rafael Rosell Costa, jefe de la Unidad Médica Oncológica del Hospital Germans Trías i Pujol de Badalona, que lo trató y en donde falleció, tal día como hoy, de hace veinticinco años, un 2 de julio de 1992. (5)
Poco más había en el pequeño camerino. El rostro de José era de cansancio acumulado. Acusaba una mirada tristona, muy apagada, incluso cuando se esforzaba y sonreía. Por respeto a él, apenas permanecí allí tres o cuatro minutos; tampoco quise abusar ni fallarle al hombre que, sin conocerme de nada, había tenido el detallazo conmigo. Por eso, en la última foto, le di la cámara a Luis y le pedí por favor retratarme con José.
Parte de su actuación la vi en la pata izquierda (derecha para el público) de la tramoya del escenario, donde fotografié al Pinto y a un cuadro de baile. Allí estaba sentado para verlo y oírlo, un magnífico cantaor gaditano, amigo suyo también: Juan Silva, que no quiso perderse la actuación de su colega. Cuando el presentador de sala anunció a Camarón, se desplegó la catarsis: el rugido del parque fue espectacular. El teatro se vino literalmente abajo. Luego llegó el silencio respetuoso, si bien, roto por los gritos de emoción y admiración. José: elegante traje marrón de brillo, con camisa oscura estampada y zapatos marrones. Sus manos cuajadas de anillos y muñecas de esclavas, con la media luna y la estrella de David de seis puntas tatuada en su mano izquierda. Su pelo largo, icónico y rizado, era oscilado por el viento. Moraíto: traje oscuro y zapatos negros. Atento, muy atento al maestro y con ese toque suyo, rancio, de la escuela antigua jerezana, de los Morao, tocándole con un respeto digno de resaltar, teniendo muy claro que estaba ante el jefe de la tribu.
Lo que nadie sabía, ni Moraíto, ni Luis, ni José ni ninguno de los presentes... ni las estrellas que se asombraron; ni la luz de aquella farola; ni la vara de los chalanes; ni Samara; ni la nana del caballo grande; ni las campanas del alba; ni Thamar y Ammón; ni el pez más viejo del río; ni el potro de rabia y miel... ni siquiera el viento que cambió a brisa ni las fragancias del parque... ¡que aquella era su penúltima noche en Cádiz!
—¡Buenas noches, señores! Voy a cantar un poquito por alegrías, luego un poquito por tango, un poquito por bulerías y eso, ¿no?... y ya luego to lo que ustedes quieran. ¿Vale?
¡La formó! Arriba fue un chamán que invocó a las deidades del fuego y del agua, lejos del hombre enfermizo que hacía unos minutos languidecía en el camerino. En el escenario se creció; era un espectáculo verlo. Gigantesco. Mítico. De otra galaxia. Cantó José su personal versión de La Cigarra con una fuerza extraordinaria y el público enloqueció. Rescató de su viejo repertorio la bulería que en su última etapa, puso nuevamente en circulación: Te doy un más que me pides / y to te parece poco; y remató por los fandangos del Rubio y de la Calzá.
Ya no cantó más en el teatro del parque de Cádiz, donde buscaba a su admirado Alfonso del Gaspar en la circunscripción sentimental entre El Maestrito y El Manteca; en la fragua de su amigo Santiago Donday, en los pagos del Mentidero del Cojo Peroche, Amós o su Tito Beni (como José lo llamaba); o en la jurisdicción de Santa María, con Chano Lobato, en casa de Manuela la de Charol con Charol, Rosa la Papera, madre de La Perla, donde su hermano Joseíco le puso el precioso mote que lo hiciera universal, por los siglos inmortales de su leyenda:
"Camarón de la Isla".
© Foto Los fardos |
Con Luis, mi "benefactor". Foto Los fardos |
© Foto Los fardos |
© Foto Los fardos |
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Juanito Villar y parte de la junta directiva de su peña. Foto Los fardos |
Moraíto calentando por bulerías. Detrás, Curro la Gamba. Foto Los fardos |
Santiago Donday por bulerías. Foto Los fardos |
Moraíto, Juanito Villar y El Pinto. Foto Los fardos |
© Foto Los fardos |
Santiago Donday a gusto. Foto Los fardos |
El Pinto, enorme artista, hermano de Pansequito. Foto Los fardos |
El Pinto en el escenario. Foto Los fardos |
El Pinto en el escenario. Foto Los fardos |
Siempre hay espacio para la sonrisa. Foto Los fardos |
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(1) GAMBOA RODRÍGUEZ, José Manuel y NÚÑEZ NÚÑEZ, Faustino, Camarón vida y obra, Madrid: Iberautor Promociones Culturales, 2003 (Págs. 297-588).
(2) JIMÉNEZ, Augusto, Vocabulario del dialecto jitano por D. Augusto Jiménez, Sevilla: Imprenta de D. J. M. Gutiérrez de Alba, calle del Lagar, nº 14, 1846; (edición facsimilar de la Asociación de Libreros de Viejo). Esta obra fue reeditada en 1853.
(3) El Clamor Público, 8 de junio de 1847.
(4) JIMÉNEZ, Augusto, Ob. cit. Págs. 7 y 8.
(5) Véase, de TORO, Juan: Y el médico que lo trató, el Doctor Rafael Rosell Costa, en revista Sevilla Flamenca, nº 79 Año XIII julio y agosto de 1992 (Págs. 42 y 44).