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sábado, 4 de mayo de 2019

Estación Khandwa (con parada en la Segunda Aguada)


Fondo negro. Andén de una estación. Megafonía que anuncia destinos. Bromas con La Niña de 'Laltavó', sin guasa en la voz, pero con retranca cómica para desentumecer la seriedad de las desoladoras desapariciones de menores; niños perdidos que en la India o en cualquier rincón del mundo no encuentran a Peter Pan que les salve de su sino; aunque hay excepciones de final feliz veinticinco años después como en la película Lion. Fogonazo para salir del laberinto en la constante y compleja búsqueda en el peligroso bosque de catenarias, balasto y railes. 

El foco de luz cenital para el viajero: Riki Rivera. Viste traje negro elegante, zapatos negros, impecablemente brillantes como los lucía El Beni; pañolito blanco asoma; barba recortada, pantalón ajustado que perfila una imagen absolutamente juvenil. Mientras agarra el trolley de la maleta, gesticula y habla con el auditorio con una naturalidad que asusta. Pespuntea un discurso coherente donde los sueños se transforman y las estaciones anheladas, aparecen de imprevisto como un bolo inesperado de parpujas en la superficie de la Canal Vieja, a los pies de la muralla del viejo Baluarte




Qué fácil hace lo dificilísimo y encima no titubea. No habiendo ninguna diferencia, además, entre el Riki que habla contigo por teléfono; el que te encuentras en una bocacalle o el que está en el escenario. Mismo tono en los tres casos. Idéntica cadencia. Análoga forma de expresarse. Semejante naturalidad. ¿Cabe mayor autenticidad? Marinea por el lenguaje con las bonitas inflexiones expresivas de su Mentidero y su Viña; su Cádiz natal. Sabe de sobra dónde está, lleva años imaginando un día así: comprende que está en el teatro de sus sueños, su coliseo sentimental, donde cada ladrillo rojizo le pertenece, cada camerino y tramoya, también. Pero al mismo tiempo es consciente que, aun jugando en casa, bajo ningún concepto puede 'vender' cachucho por urta, porque grandes doctores ictiólogos tiene La Plaza de su tierra. Por eso lo hace con tanto respeto. Seguro, pero con respeto. Con mucho respeto. 



No pierde el norte magnético que le está marcando el compás y las marcaciones del Faro de las Puercas, Los Cochinos y la Boya del Fraile, y ahí reside su grandeza. Su norte es la demarcación de La Alameda, por donde se colaba las norestá de otoño en la vieja Cruz de la Verdad, el distrito de los que le precedieron, de Pedro Bancalero, de los Silva; de El Purri y su hermano El Carli; de El Beni de Cádiz, de Amós Rodríguez Rey o de Joaquín Fernández Garaboa El Quini.



Ellos son siete, como las palabras de Haydn compuesta para la Santa Cueva, la que cuelga cuadros de Goya en la calle Rosario. La suma de cuatro terrenales y tres divinidades. Siete músicos. Siete notas del pentagrama y siete notas pasaos de compás que juntos armonizan todos los ritmos que caben dentro de una estación de destino: bulerías, tangos, rumbas, alegrías, guajiras, boleros... Y contrapuntos, silencios y síncopas de enorme belleza.



El artista principal va tejiendo las piezas separadas como cuartetas engastadas con sus monólogos y a cada réplica espontánea del público (todo el Falla es territorio comanche, susceptible de esperado toquetazo) deja de ser monólogo porque Riki ya dialoga y no renuncia a interaccionar. Le habla a la guitarra después de haberse quedado con el auditorio entero. Le reprocha a la señora de las curvas de ciprés su extremada delicadeza, sus bruscos cambios de temple y el exceso requerido de dedicación.

Con el Maestro Paco de Lucía,
David Palomar y Javi Katumba

Hay varias bandas sonoras en la vida de Riki. La copla, probablemente sea la primera, casi percibida desde el vientre materno. Otra es Paco de Lucía, cuyo álbum Siroco, con la fuerza del viento sahariano, zarandeó sus neuronas y decidió subirse al tren del aprendizaje. Vía recta y transbordo cuando sea menesté: que el destino musical es amplio y ancho. 




Otra fue el Carnaval, donde participó de niño, y una melodía del autor que, entonces más conectaba con los adolescentes, revoloteaba por su cabeza en aquellas noches de barbacoas. Acordes de 'Calabazas'. Todo casa. Y todo queda en casa: su cuñado Fali Figuier hace de anfitrión y nexo y se presentan 'Los carnívales' con Riki que canta y cumple un sueño, acordándose de El Piojo, el Niño de Radio Cádiz que cantaba para comérselo desde la punta reivindicativa de "Nuestra Andalucía" en el primer Carnaval de la Transición.




Expresa el artista muy bien el amor que le profesa a su hermana: según la literalidad de sus palabras: 'su alma gemela', 'su piedra preciosa', 'su guerrera'Anabel Rivera, que sube y llena el escenario y por bulerías se rompe y se entrega. Está vigilante en el sueño de su hermano pequeño y lo sabe tanto como lo ansía. Ejerce de madre como toda primogénita— y en un bello gesto inconsciente le cuida, le protege y está pendiente de todos los detalles y le quita el carmín marcado en el cachete izquierdo del beso enorme que acaba de estamparle. Esa caricia de amor fraternal, ante mil personas, posiblemente, sea uno de los fotogramas llamados a archivarse para siempre en la memoria del artista varón de las tres hembras que lo adoran: su madre y sus dos hermanas.



El toque del guitarrista es de una factura bellísima. Su técnica es brutal. Su personalidad desbordante. ¡Y es flamenco hasta las trancas! Fui testigo personal de cómo lo felicitó y elogió su toque una de las figuras más cumbre de la guitarra flamenca, Víctor Monge Serranito. Rezuma personalidad en cada fraseo musical. Sus falsetas son de una ejecución muy limpia, cada nota le importa; las cientos de horas de escalas y ensayo han depurado su toque y se pasea por el diapasón con los mismos equilibrismos que de chiquillo se paseaba por la balaustrada de La Caleta. Su alzapúas arrancan los aplausos del Falla que le devuelve esa síncopa de palmas, acentuadas en el tercer tiempo, que él pidió a cámara, proclamándole al mundo en la entrega de la estatuilla de su Premio Goya, un 7 otra vez el siete y cómo no, de febrero— cómo se tocaban las palmas en Cádiz.



Ale Romero se 'come' el piano en la punta jurado. Javi Katumba en la opuesta hace diabluras con la percusión; viejo mentor del compás katumbero, imprescindible en todo trabajo flamenco que se precie; heredero de la saga Katumba, de padres y tíos, en cuyo mote eufónico ya 'suena' la percusión desde San Bernardo hasta El Corralón de los Carros. El dúo de los hermanos Makarines son palmeros de garantía: ecos trianeros de la Sevilla más flamenca. En el centro Riki toca con un soniquete, a veces sentado como el gurú de La Bajadilla algecireña, con la bajañí acomodada en ángulo perfecto, con la pierna derecha sobre la izquierda, que en ocasiones cambia y siendo siempre la izquierda la que marque los tiempos, complementarios y a contrapunto de sus manos.




¿De dónde es el mantón? ¿de Manila o de María? Momento cumbre. Mantón de guajira cubana. Sale la bailaora María Moreno entera de negro con un mantón de Manila color crema beige con flecos y estampados de rosas rojas y lo mueve bailando con una plasticidad bellísima, que la naturaleza lo muestra asimismo en los nudibranquios cuando nadan en superficie (por algo les llaman gitanillas). Las luces del espectáculo están muy bien estudiadas y potencian la iluminación de los giros del mantón de María, que se mueve como el rotor del grabado helicoidal de Leonardo da Vinci. Es mucha María danzando. Su baile enloquece y el escenario se le queda chico.



Fin de fiesta por bulerías. Pataítas y desplantes. Y otra vez la síncopa con la acentuación musical en la tercera de las palmitas, que ya no son sordas ni por lo bajini. Ahora es todo el Gran Teatro Falla puesto en pie aplaudiendo a un descomunal compositor y tocaor sin ínfulas de manager y apegado a la sencillez. Dicen que desde la calle Benjumeda hasta La Caleta discurría antiguamente el Arroyo de La Zanja o del Salado. De ahí vendrá su apellido de Rivera con uve. De ahí. Le prometió a su madre Carmen hace mucho triunfar y no defraudarla por abandonar el instituto. Ayer lo vio con creces.




Foto: Kiki

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